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domingo, 9 de agosto de 2015

El fuego que disgregó al imperio


Hoy os dejo un interesante artículo en el periódico de la opinión de Málaga sobre la Gran Armada, del periodista Lucas Martín, que junto a Javier Noriega de la empresa Nerea arqueología subacuática, nos sumergen en este maravilloso mundo… 

El fuego que disgregó al imperio

El pasado viernes se celebró el aniversario de la emboscada que supuso el principio del fin del colosalismo de Felipe II 

09.08.2015 | 05:00
Detalle de una de los vestigios rescatados del pecio de Streedagh perteneciente a La Juliana.
Detalle de una de los vestigios rescatados del pecio de Streedagh perteneciente a La Juliana.
Apestaba a enfermedad, a sábanas amarillas, a excrementos de hombre y de rata. Los gritos, las voces de los condenados, se encendían como penachos incontrolados frente a una noche que amenazaba con reducir el pulso y aumentar la fiebre. De vez en cuando, una maldición castiza, pronunciada entre dientes arenosos y astillados, atravesaba las celdas. Ya no había Dios al que rezarle, se había perdido todo. En 1588 a los presos españoles de Londres le arrebataron hasta la posibilidad de no morirse para siempre; su Cristo, el mismo de Zurbarán y de El Greco, había huido. Los ingleses habían ganado la batalla imposible y en su jactancia carcelera se repetía aquello de que además lo habían logrado con un recuento de bajas inaudito: sin la más mínima hendidura, sin raptos ni naufragios. «Está claro que Dios es luterano», decían los pobres diablos, todavía sin dar crédito a la humillación, la única en la que jamás habrían creído.
En El Escorial, pese a la amplitud y la pedrería de los ropajes, los ánimos no eran muy distintos. Felipe II estaba consternado, hasta el punto de dictarle a su secretario que hubiera preferido estar muerto antes de padecer una ofensa que consideraba de proporciones divinas. Su intento, gestado durante años, de derrotar al protestantismo había naufragado a las primeras de cambio. Y no, precisamente, por la maraña del cielo, sino por una maniobra tan pedestre como tozuda. El emperador quería a toda costa que la Gran Armada se uniera en Flandes con la infantería del duque de Parma; una estrategia bien trazada sobre el papel, pero que cometía la imprudencia de ignorar lo que almirantes como Recalde y Oquendo no cesaban en vano de advertirle. En el itinerario no había puertos en los que guarecerse, lo que dejaba a los barcos españoles a merced de una geografía desconocida. Después de repeler tímidos avistamientos y escaramuzas, el colosal ejército español, comandado por el duque de Medina Sidonia, incapaz de desobedecer a la corona, se plantó en Calais, donde se había decidido que se esperaría al destacamento de Holanda. Más de un centenar de máquinas de guerra, todo un imperio de mástiles y de madera, paralizado durante horas en un punto impredecible.
Javier Noriega, de la empresa Nerea, que cooperó con González-Aller en el estudio del desastre, cree que esa madrugada, la del 7 al 8 de agosto, fue el principio del fin del sueño imperial. De alguna forma, muchos de los tripulantes españoles, con todo su arsenal a cuestas, lo intuían. El capitán Howard, un tanto desconcertado, había leído en los movimientos de los barcos españoles parte de su estrategia. Y su respuesta se urdió con maestría de guerrilla. Frente a un ejército todopoderoso que incomprensiblemente había renunciado a atacar los puertos británicos, los ingleses opusieron troyanos con lenguas de fuego: ocho barcos de su propia armada convertidos en brulotes y lanzados a la mar sin tripulantes, escupiendo llamas desde el mástil hasta los cañones.
Los españoles, alertados por el juego de luces que se vislumbraba al fondo, consiguieron adelantarse al ataque y mandaron construir un cordel con pequeñas naves auxiliares destinado a arrastrar a los brulotes fuera del apeadero. Dos de los ocho barcos de fuego fueron desviados con garfios. El resto se coló en el corazón de la Gran Armada, sembrando el pánico y precipitando la huida. Ningún buque español se hundió en el incendio, pero la mayoría quedaron deteriorados. Y lo que es peor: navegando a la deriva, fuera de la protección de la formación conjunta. 
Algunos cayeron cerca de Irlanda, otros en Noruega. El mar no paró de vomitar cuerpos durante semanas, decretando un luto en España que duró, en su solemnidad, durante siglos. Felipe II echó la culpa a los elementos. Sin duda, el viento influyó, como también las tormentas que se desataron después del ataque. Pero en la derrota cundió también precipitación, incluso el viejo gusto español por el cainismo: en la Gran Armada, como en casi todos los frentes históricos españoles, hubo disensiones. Incluso, el abandono a su suerte de uno de los capitanes, que fue apresado por el almirante Drake permitiéndole a éste estudiar de cerca la artillería naval española y el calibre de sus cañones. Un golpe en alta mar, la derrota del gigante.

La Juliana y el yacimiento en las costas de Irlanda: mimo y responsabilidad histórica

Las autoridades irlandesas han dispuesto todo tipo de protección al pecio de La Gran Armada

09.08.2015 | 05:00
Han aparecido cañones, trozos de la imaginería que ornaba su majestuosa talla. De momento, nada más que retales superficiales. Sin embargo, para el gobierno de Irlanda ha sido suficiente para iniciar una campaña de protección destinada a preservar el yacimiento y evitar lo que ocurrió en los setenta con el Girona, el único testimonio físico rescatado del cementerio marino de La Armada. Esta vez, en cualquier caso, los cazatesoros lo tendrán más difícil. La vigilancia en la playa de la playa de Streedagh Strand, donde han sido encontrado los restos, es permanente. Incluso, cuenta con la colaboración espontánea de cuadrillas organizadas de ciudadanos. Y no porque se quiera desmenuzar el futuro botín y fanfarronear en las casas de subastas con una joya de la corona española entre las manos. El ánimo, en este caso, es responsable. Las autoridades irlandesas tienen previsto aprovechar el enclave para desarrollar un proyecto cultural basado en la historia y en su cuerpo arqueológico, tantas veces separados. Al menos, en España.
Javier Noriega, de la empresa Nerea, pone a La Juliana como ejemplo de lo que puede desatar a nivel histórico y cultural la investigación de pecios de las dimensiones de los que forman parte de La Gran Armada. En esto, España no está precisamente huérfana. Bajo la capa cimbreante de sus aguas, la Península guarda numerosas historias. Algunas, como las del Ribadeo, relativamente fáciles de investigar si se ponen en liza la voluntad y los medios adecuados. 
Por su ubicación geográfica, Andalucía, con Málaga a la cabeza, ha sido centro histórico de multitud de naufragios. Por otro lado, el potencial naviero español llega a todos los mares. Incluido, los del norte. En Noruega, un investigador granadino, José Ponce, estudia el Pecio de las Damas, llamado así por el barco que transportaba a las mujeres de la Gran Armada, que avanzó, en su calvario, hasta Escandinavia.

Cuchillos y sangre en la deriva de la Gran Armada

Técnicos se afanan en el yacimiento de Irlanda en el rescate de las piezas del buque

09.08.2015 | 05:00
Cuchillos y sangre en la deriva de la Gran Armada
Cuchillos y sangre en la deriva de la Gran Armada
Los mástiles despedazándose. La tripulación siniestramente aumentada por náufragos que iban apareciendo en alta mar.; la madera deshaciéndose bajo cientos de pies, algunos de ellos, dada la sobrecarga, casi superpuestos a otros. Aunque la orilla se avistaba a unas pocas millas, nadie entre el gentío que se agolpaba en la cubierta de La Juliana confiaba en tocar tierra. El barco venía consumiéndose desde hacía varias semanas y amenazaba con acabar con su agonía en poco tiempo. Y así fue. Más de un millar de personas se echaron al agua. Soldados derribados por el peso de la armadura. Gente exhausta. Y cientos de personas degolladas por los irlandeses, que esperaban junto a la arena para rematar los restos del que estaba considerado el gran enemigo -al menos en términos religiosos y geopolíticos– de las islas anglosajonas.
El salvaje final de La Juliana, traído ahora a la actualidad por el yacimiento encontrado en las costas de Irlanda, es un ejemplo de la variedad de formas que adoptó la catástrofe de La Gran Armada: un naufragio colectivo que se deslió en múltiples naufragios, alrededor de cincuenta, 35 de ellos documentados. Javier Noriega, de Nerea, habla, en este sentido, de la tragedia de la Santa María de la Rosa, que se descompuso al chocar contra unas rocas en aguas irlandesas mientras intentaba hacer un alto para proveerse de agua.
El ataque del 7 de agosto, articulado con ocho barcos de fuego, provocó en el ejército una estampida trágica: muchos de los imponentes barcos se vieron envueltos en una deriva sin apenas recursos ni nociones geográficas. La morgue de la armada de Felipe II se extiende desde el Canal de La Mancha al norte de Europa. Casi siempre con un halo sanguinolento, pero también con sorpresas que hicieron que sobrevivieran algunos de sus tripulantes. Noriega cita el caso de un grupo de náufragos que fue rescatado por los escoceses a cambio de su asesoramiento y ayuda directa en la lucha contra enemigos locales.
El balance, en cualquier caso, es penoso. De los 129 barcos que formaron parte de un batallón apodado por los ingleses como invencible, más del 30 por ciento acabaron en el mar. La guerra sagrada resultó finalmente un infierno. Con brea y humo y héroes y villanos enterrados bajo el agua.

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